miércoles, 23 de mayo de 2018

Equilibrio


Día y noche. Sueño y vigilia. Orden y caos. Sonido y silencio. Arriba y abajo. Razón y emoción. Sístole y diástole… El equilibrio necesita de la existencia de dos puntos contrapuestos que compensen mutuamente sus fuerzas. De lo contrario, uno de ellos vencería en la balanza y dicho equilibrio dejaría de existir. Dado que la vida es por definición cambio constante, sería un sinsentido considerar su equilibrio como algo inmóvil por lo que es necesario referirnos a un equilibrio dinámico. El problema es que muchas veces nos empeñamos en que el estado de equilibrio vital signifique inmutabilidad y ello conlleva que, a veces, no nos permitamos experimentar de forma saludable las emociones que nos despierta una determinada situación y tratemos de enmascararla, ocultarla o darle salida de una forma inadecuada y perjudicial para la salud física y/o mental. Todo ello porque entendemos que si dejamos que la emoción aflore perderemos, de alguna manera, nuestro ansiado equilibrio.

Equivocadamente tendemos a creer que una persona equilibrada es aquella que no se perturba por nada; la que ante cualquier acontecimiento por inesperado, amenazante o penoso que sea, permanece estática, inalterable. Nada más lejos de la realidad, en ese caso las emociones no estarían cumpliendo correctamente su función que no es otra que informarnos y proporcionar la energía para movilizarnos a favor de la preservación de nuestra existencia. Por lo tanto, más que de inmutabilidad, inmovilidad o parsimonia debemos entender que una persona equilibrada es aquella que aprende a desarrollar, cada vez con mayor velocidad e inteligencia, su capacidad de observación, de conocimiento sobre ella misma y de mantenimiento de una distancia adecuada con las circunstancias que la rodean con el objetivo de poder otorgarse el tiempo necesario para interpretar las emociones que se van generando y de extraer la información útil que éstas le transmiten. Así, sin duda, los cauces de acción que se tomen a continuación serán mucho más acertados ya que no se limitarán a una simple reacción, sino que contendrán el matiz preciso que supone evaluar posibles respuestas y elegir la más idónea valorando sus posibles consecuencias; tanto para uno mismo como para otros o para la relación entre ambos.

Desarrollar esta “musculatura” emocional no consiste en mantenernos impasibles frente a los sucesos sino que persigue otorgarnos la flexibilidad necesaria para recuperar cuanto antes el estado de bienestar psicológico y físico que nos proporciona la paz interior, la experiencia de sentir el equilibrio. Es por ello que este “entrenamiento” requiere —para mejorar nuestros recursos personales— que nos enfrentemos a la incomodidad que nos puede llegar a generar determinadas circunstancias desde una posición de aprendizaje. Será esa sensación de “no estar a gusto” el principal estímulo o señal que deberemos aprender a percibir de forma rápida para comenzar a evaluar, seleccionar la información más valiosa y tomar las medidas oportunas que nos proporcionen un nuevo “reajuste” que únicamente se mantendrá —como la vida que avanza— hasta que se produzca el siguiente cambio. Constante.

Y tú, ¿cómo entrenas el arte de equilibrarte?


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