Día y
noche. Sueño y vigilia. Orden y caos. Sonido y silencio. Arriba y abajo. Razón
y emoción. Sístole y diástole… El equilibrio necesita de la existencia de dos puntos
contrapuestos que compensen mutuamente sus fuerzas. De lo contrario, uno de
ellos vencería en la balanza y dicho equilibrio dejaría de existir. Dado que la
vida es por definición cambio constante, sería un sinsentido considerar su
equilibrio como algo inmóvil por lo que es necesario referirnos a un equilibrio dinámico. El problema es que
muchas veces nos empeñamos en que el estado de equilibrio vital signifique
inmutabilidad y ello conlleva que, a veces, no nos permitamos experimentar de
forma saludable las emociones que nos despierta una determinada situación y
tratemos de enmascararla, ocultarla o darle salida de una forma inadecuada y
perjudicial para la salud física y/o mental. Todo ello porque entendemos que si
dejamos que la emoción aflore perderemos, de alguna manera, nuestro ansiado equilibrio.
Equivocadamente
tendemos a creer que una persona equilibrada es aquella que no se perturba por
nada; la que ante cualquier acontecimiento por inesperado, amenazante o penoso
que sea, permanece estática, inalterable. Nada más lejos de la realidad, en ese caso las emociones no estarían cumpliendo correctamente su función que no es otra
que informarnos y proporcionar la energía para movilizarnos a favor de la
preservación de nuestra existencia. Por lo tanto, más que de inmutabilidad, inmovilidad
o parsimonia debemos entender que una persona equilibrada es aquella que aprende
a desarrollar, cada vez con mayor velocidad e inteligencia, su capacidad de observación, de conocimiento sobre ella misma y de mantenimiento de una distancia adecuada con las circunstancias
que la rodean con el objetivo de poder otorgarse el tiempo necesario para interpretar las emociones que se van
generando y de extraer la información útil que éstas le transmiten. Así, sin
duda, los cauces de acción que se tomen a continuación serán mucho más
acertados ya que no se limitarán a una simple reacción, sino que contendrán el
matiz preciso que supone evaluar posibles
respuestas y elegir la más idónea valorando sus posibles consecuencias; tanto
para uno mismo como para otros o para la relación entre ambos.
Desarrollar
esta “musculatura” emocional no consiste en mantenernos impasibles frente a los
sucesos sino que persigue otorgarnos la flexibilidad
necesaria para recuperar cuanto antes el estado de bienestar psicológico y físico que nos proporciona la paz interior, la experiencia de sentir el equilibrio. Es por ello que este “entrenamiento”
requiere —para mejorar nuestros recursos personales— que nos enfrentemos a la
incomodidad que nos puede llegar a generar determinadas circunstancias desde
una posición de aprendizaje. Será esa sensación de “no estar a gusto” el principal
estímulo o señal que deberemos aprender a percibir de forma rápida para
comenzar a evaluar, seleccionar la información más valiosa y tomar las medidas oportunas
que nos proporcionen un nuevo “reajuste” que únicamente se mantendrá —como la
vida que avanza— hasta que se produzca el siguiente cambio. Constante.
Y tú,
¿cómo entrenas el arte de equilibrarte?
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