De todos es bien sabido un conocido dicho que afirma que “el
hábito no hace al monje”. Sin embargo, y dejando de lado cualquier
connotación religiosa, puede que sea cierto, solo en parte.
El citado aforismo trata de instruirnos sobre la importancia
de no juzgar a nadie por su apariencia física, por su aspecto o vestimenta, ya
que puede llevarnos a extraer
conclusiones equivocadas sobre las personas. Y, sin darnos cuenta, el propio comportamiento
para con ellas también estará sujeto o condicionado por esa opinión, tal vez
inexacta, que hemos creado. Es obvio que se trata de una estrategia de simplificación por parte de nuestro cerebro dirigida
a darnos seguridad. A nuestra mente
llega diariamente tanta información en tan poco tiempo, que solemos optar por quedarnos
con aquello que nos resulta más relevante a primer golpe de vista. Pero no nos detenemos ahí, con esos datos procedemos a juzgar
y emitir una sentencia sobre como es y se comportará una persona. Es muy posible que nos encontremos con
personas vestidas de forma humilde y tomemos las oportunas precauciones porque deducimos
que nos robarán en cuanto tengamos un descuido; y que, sin embargo, la experiencia nos lleve a toparnos con gente refinada que, para nuestra sorpresa, resulta ser muy amiga de lo ajeno. Intuyo
que es principalmente esta la enseñanza sobre la que trata de advertirnos la
cita con la que comenzamos el post.
Ahora viene la otra parte. ¿Cómo se hace el “monje” si no
es con el hábito? Obviamente con el término “monje” no me estoy refiriendo
solamente a aquel individuo solitario y sabio que dedica su tiempo a servir, orar o a
la vida contemplativa. Me refiero también a la persona y al profesional, de
cualquier ámbito, que cada uno de nosotros ha llegado a ser. Por supuesto, con
el concepto “hábito” tampoco hablo de la vestimenta, sino del comportamiento que repetido día tras día de
forma constante automatiza nuestros actos. En otras palabras, son acciones que
han alcanzado un nivel de aprendizaje tal, que ya no requieren de atención
consciente para ejecutarlas de forma eficaz. Lo cual no significa que siempre sean
efectivas ni que contribuyan a hacernos más felices. Cabe que nos cuestionemos
entonces, ¿cómo son mis hábitos? ¿Son saludables? ¿Favorecen mi bienestar físico,
psicológico y emocional? ¿Me acercan a mi ideal de persona o de profesional? ¿Y
a mis objetivos? ¿Para qué hago lo que hago? ¿Están alineados con mis valores fundamentales? Y, si no me
benefician, ¿qué “cadena” me obliga a mantenerlos? Si la mayoría de tus
respuestas a estas preguntas acerca de tus hábitos son negativas… Piensa sobre ello, ¿a qué esperas para cambiarlos?
Después de todo lo
dicho, parece claro que “el hábito no
hace al monje” pero, sin duda alguna, “el auténtico monje lleva consigo buenos hábitos”.
¿Sabes cuales son los tuyos?