Temor, alegría, angustia, esperanza, desasosiego… Cada vez que pensaba en ti.
No podía evitar que esos
sentimientos contradictorios se enredasen en mi cabeza y me provocasen dudas y
más dudas cuando se acercaba el momento.
Si supieras el tiempo que llevaba esperándote… Sí, a ti. Ni te imaginas cuantas veces había soñado
contigo, con abrazarte y besarte hasta quedarnos dormidos.
No creía en los milagros, pero he de confesar que en los peores
momentos de flaqueza, una fuerza indescriptible me animaba a continuar pese a los
duros y fríos contratiempos: la distancia, la burocracia y las personas a las
que se le olvida que tratan con otras personas.
Sin ver tu cara ya te conocía, sin sentir tu calor ya te amaba, sin
compartir tu sangre ya formabas parte de mi vida.
Todo estaba listo para tu llegada: tu habitación, tu ropa y nuestros
corazones.
Quedaba poco para vernos y al despegar el avión sentí que el corazón
me latía fuerte, te notaba más cerca. Ni me separé de tu fotografía ni dejé de
mirarla a cada instante, me parecías tan frágil y tan fuerte a la vez.
En la puerta del orfanato las piernas no soportaban mi peso. El miedo
atenazaba de nuevo mi garganta. ¿Aceptarías
venir conmigo? ¿Llorarías cuando mis brazos rodeasen tu pequeño cuerpo? ¿Sería
capaz de quererte tanto como necesitabas?
Mirar tus ojos fue la clave y oír tu risa mi recompensa a casi mil
noches sin dormir, trámites interminables y miedo a perderme en el camino.
Sé que el comienzo de tu historia no fue el que debería, que merecías
todo el amor del mundo a tu alrededor, pero recuerda, que lo mejor de una buena
novela no es su principio sino lo que despierta en tu alma cuando la lees línea
tras línea.