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sábado, 2 de diciembre de 2017

La fortaleza

Debo admitir que me apasiona observar esos majestuosos y sólidos castillos medievales repartidos por toda nuestra geografía. Sí, aquellos que parecen sacados de alguna leyenda, con sus murallas, sus almenas, sus fosos, sus torreones. Construidos hace siglos con materiales tan poco sofisticados y tan frágiles, aparentemente, como el barro o el adobe. Y, sin embargo, han sido poderosos fortines capaces de soportar el paso del tiempo y sus inclemencias, el ataque de feroces enemigos o la dejadez de sus habitantes. Aunque, para ser justos, reconozco también que, a veces, parte de estas fortalezas se derrumban. Tal vez por todo ello, me recuerden a los seres humanos.

Estoy convencida de que te habrás encontrado con gente parecida, en cierto modo, a estos castillos de los que hablo; o quizás tú mismo/a te descubras en esta comparativa. Me estoy refiriendo a personas que normalmente se muestran fuertes, seguras, muy decididas y capaces; pero reacias a admitir su vulnerabilidad y necesidad de ayuda en determinados momentos de sus vidas. Es cierto que en ocasiones puede no resultar fácil admitir las propias fallas, áreas de mejora o fisuras, pero eso no quita que constantemente aparezcan y ocurra que, bien por “ceguera”  o bien por miedo a ser conscientes de nuestras carencias, nivel de destreza y determinación en diferentes ámbitos y situaciones, evitemos pedir ayuda cuando sea necesario. Tal comportamiento, además de incidir negativamente en un adecuado desempeño, puede perjudicar la salud psicológica, emocional o social, provocando que alguna de las “murallas” que nos protegen, finalmente cedan y caigan. La razón que se esconde tras esta resistencia es que confundimos ser débiles con ser vulnerables, y hay una gran diferencia: La debilidad se define como una falta de fortaleza o voluntad; en cambio, la vulnerabilidad es la aceptación de que no somos invencibles pero que contamos con recursos internos y externos para hacer frente a los acontecimientos. O aprendemos a desarrollarlos. Quizás… con ayuda.

Por lo tanto, si queremos mantener en pie la “estructura”, y no solo eso, sino seguir añadiendo nuevas estancias que nos conviertan en un firme “alcázar” deberemos fijar unos buenos cimientos en forma de valores, aplicar un mantenimiento y revisión periódica a través del autoconocimiento constante y —cómo no— aprender a detectar cuando es preciso contar con alguien más para reparar “ciertas grietas”, actuando en consecuencia.

Es importante señalar que, a veces,  la ayuda simplemente puede ser recibir unas palabras de ánimo, de aliento… Un abrazo, una conversación o un gesto amable que nos sostenga. “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo” decía el matemático y físico griego, Arquímedes de Siracusa.


Busca un punto de apoyo y moverás tu mundo. ¿Has pensado ya quién puede ser el tuyo?




jueves, 26 de octubre de 2017

Sobre hábitos y monjes

De todos es bien sabido un conocido dicho que afirma que  “el hábito no hace al monje”. Sin embargo, y dejando de lado cualquier connotación religiosa, puede que sea cierto, solo en parte.
El citado aforismo trata de instruirnos sobre la importancia de no juzgar a nadie por su apariencia física, por su aspecto o vestimenta, ya que puede llevarnos a  extraer conclusiones equivocadas sobre las personas. Y, sin darnos cuenta, el propio comportamiento para con ellas también estará sujeto o condicionado por esa opinión, tal vez inexacta, que hemos creado. Es obvio que se trata de una estrategia de simplificación por parte de nuestro cerebro dirigida a darnos seguridad. A nuestra mente llega diariamente tanta información en tan poco tiempo, que solemos optar por quedarnos con aquello que nos resulta más relevante a primer golpe de vista. Pero no nos detenemos ahí, con esos datos procedemos a juzgar y emitir una sentencia sobre como es y se comportará una persona.  Es muy posible que nos encontremos con personas vestidas de forma humilde y tomemos las oportunas precauciones porque deducimos que nos robarán en cuanto tengamos un descuido; y que, sin embargo, la experiencia nos lleve a toparnos con gente refinada que, para nuestra sorpresa, resulta ser muy amiga de lo ajeno. Intuyo que es principalmente esta la enseñanza sobre la que trata de advertirnos la cita con la que comenzamos el post.
Ahora viene la otra parte. ¿Cómo se hace el “monje” si no es con el hábito? Obviamente con el término “monje” no me estoy refiriendo solamente a aquel individuo solitario y sabio que dedica su tiempo a servir, orar o a la vida contemplativa. Me refiero también a la persona y al profesional, de cualquier ámbito, que cada uno de nosotros ha llegado a ser. Por supuesto, con el concepto “hábito” tampoco hablo de la vestimenta, sino del comportamiento que repetido día tras día de forma constante automatiza nuestros actos. En otras palabras, son acciones que han alcanzado un nivel de aprendizaje tal, que ya no requieren de atención consciente para ejecutarlas de forma eficaz. Lo cual no significa que siempre sean efectivas ni que contribuyan a hacernos más felices. Cabe que nos cuestionemos entonces, ¿cómo son mis hábitos? ¿Son saludables? ¿Favorecen mi bienestar físico, psicológico y emocional? ¿Me acercan a mi ideal de persona o de profesional? ¿Y a mis objetivos? ¿Para qué hago lo que hago? ¿Están alineados con mis valores fundamentales? Y, si no me benefician, ¿qué “cadena” me obliga a mantenerlos? Si la mayoría de tus respuestas a estas preguntas acerca de tus hábitos son negativas… Piensa sobre ello, ¿a qué esperas para cambiarlos?
Después de todo lo dicho,  parece claro que “el hábito no hace al monje” pero, sin duda alguna, “el auténtico monje lleva consigo buenos hábitos”.
¿Sabes cuales son los tuyos?


miércoles, 24 de mayo de 2017

Gana quien sabe perder

A todos nos gusta ganar, pero unas veces se gana y otras se pierde”. O eso es lo que la gente nos dice (o nos decimos) cuando perdemos, tratando de darnos consuelo y conformarnos, en el momento que —según los datos objetivos— no conseguimos el resultado que ansiamos. Cómo si lo único válido fuese obtener ese resultado. Por ello, en función de si lo logramos o no, nos identificamos con un ganador o un perdedor… Y lo más curioso, es que así nos sentimos. Pero, ¿en realidad perdemos?
Hace algunas semanas, se jugó un campeonato infantil de fútbol en nuestro pueblo. Nada profesional, simplemente una forma para que los pequeños disfrutasen sus vacaciones haciendo vida sana al aire libre y aprendiendo sobre los valores del deporte; y hablo de verdaderos valores como el compañerismo, la diversión, el juego limpio, la honestidad, el trabajo en equipo, la ayuda mutua y el respeto al rival, en fin, aquellos que desafortunadamente cada vez se ven menos en los partidos de cualquier categoría. Léase también en los aficionados, hinchas, papás y mamás de los jugadores.
Cómo en cualquier otro campeonato, los chicos formaron sus equipos, se celebraron los primeros encuentros y se ordenaron en las correspondientes rondas clasificatorias de cara a una final atendiendo a los goles marcados en cada partido. Pero esta era una competición un tanto especial y pudimos descubrirlo los papás y mamás, y por supuesto, los propios niños al finalizar el torneo.
Debo reconocer que mi hijo no es especialmente futbolero, pero la idea de jugar con sus amigos era mucho más poderosa que el futbol en sí.  De modo, que tras pedirme con gran insistencia y entusiasmo (y en el último momento)  que le inscribiera, así lo hicimos. Tras los dos primeros partidos de infarto, con una victoria y un empate, su equipo quedó clasificado para la gran final que se disputaría en el pabellón dónde, al finalizar, se entregarían las medallas a los ganadores y un detalle para todos los participantes. El día de la final, todo eran nervios: de los niños, de los padres y madres que asistíamos, del entrenador “improvisado” que no llegaba… Ya les habíamos prevenido a nuestros pequeños jugadores que, simplemente por llegar allí, ya habían ganado. Tan sólo debían seguir haciéndolo como hasta entonces y divertirse porque ese era su premio. Por su parte, el otro equipo se propuso firmemente lograr la victoria a cualquier precio y, llegado el momento, comenzaron a cometer faltas, e incluso, imitando a sus jugadores favoritos, mandaron callar a la grada cuando lograron sacar un gol de ventaja. Y final del partido.
Mientras los papás y mamás bajábamos al campo para felicitarles por su actuación, los niños saludaban a sus rivales que, aún muy agitados por su triunfo, les recordaban que habían ganado el encuentro. En cualquier caso, nuestro pequeños protagonistas posaron sonrientes (excepto alguna lágrima que apareció sin avisar) para la foto de equipo junto con su entrenador y su “maternal” afición.
Tras reponer fuerzas y comentar las jugadas entre risas en un parque cercano, llegó la hora de los trofeos. Sentados en las gradas del pabellón, escuchamos atentamente las menciones esperando que nos llamasen para recoger nuestra mochila de participantes… Entonces llegó la sorpresa: ¡Éramos los campeones de nuestra categoría! Cierto que ya nos sentíamos ganadores porque lo habíamos pasado en grande… aunque, sin duda, aquello fue una inesperada consideración. Como avancé antes, este era un campeonato diferente. Se premiaba el juego limpio, los valores del deporte y la actitud, así que, lo que en principio y objetivamente podía haber sido una pérdida por no lograr superar a nuestro rival por un punto (un resultado), se convirtió en una ganancia en superación propia vivida, disfrutada y aceptada (una experiencia)… que luego, curiosamente, fue externamente reconocida. Creo que este es un ejemplo claro para la vida, en la que los que se sienten ganadores, en realidad, son los que saben perder entendiendo que forma parte del juego. Los que aceptan que superar a otro no es el único buen resultado; los que saben que no todo vale; los que a pesar de no tenerlo todo a favor, deciden retarse. Aquí ganar no es conseguir una medalla o una copa o más dinero sino atreverse a vivir la experiencia con la actitud adecuada. De esta forma, tus resultados nunca serán los que determinen ni tu éxito ni tu fracaso ni siquiera tu potencial, simplemente, formarán parte de un útil aprendizaje para seguir mejorando. ¿Sigues pensando que alguna vez perdemos?



viernes, 12 de mayo de 2017

Huellas o cicatrices

Ayer por la tarde en una agradable conversación entre compañeros, surgió la cuestión acerca de cuál era la diferencia entre las huellas y las cicatrices que a veces resultan de nuestras relaciones con los demás. Y fue la chispa que necesitaba para comenzar este post y tratar de explicarla. Así que, ¡ahí vamos!

Cuando hablamos del plano físico, podemos decir que tenemos una cicatriz al observar aquella marca más o menos profunda en nuestro cuerpo que quedó tras curarse una herida producida al romperse nuestra barrera natural y, que a veces, al mirarla, tocarla o al “avisarnos” de un cambio de tiempo, el dolor nos trae a la memoria y sin darnos cuenta, la historia que la creó hace mucho tiempo. Para reducir estos efectos, contamos con diversos remedios o ungüentos que tratan de reducir aunque no eliminar las secuelas si actuamos con rapidez y constancia. Por su parte, los avances médico-quirúrgicos apuestan cada vez con mayor frecuencia, por técnicas menos invasivas, ya que se ha comprobado que los pacientes a los que se les realiza una incisión pequeña, se recuperan más rápido y tienen escasas complicaciones procurando, además, minimizar el impacto visual de la lesión.

Sin embargo, las huellas en nuestra piel, son muy diferentes. Son fugaces, sutiles, momentáneas, normalmente producidas por cierta presión externa que nos informa de que estamos en contacto con algo diferente a nosotros y que nos imprime su forma sin llegar a traspasar la piel, desapareciendo al momento por sí sola y sin dejar rastro de que alguna vez estuvo allí. A no ser, que fuese tan excepcional, tan fuera de lo común, que queramos conservar la experiencia.

Pero, cuando entramos en el plano emocional, ¿en qué se diferencian? Trasladando la analogía, será la capacidad de un determinado comportamiento de generar oscuridad y cerrazón (dolor) o luz  y apertura (aprendizaje) lo que hará distinta una cicatriz de una huella. Es en el encuentro con los demás dónde crecemos y nos desarrollamos como seres humanos. Pero, si en ese intercambio, no cuidamos lo que hacemos y cómo lo hacemos la cosa se complica. Ya que una misma situación en la que actuemos, puede servir a otros como ejemplo de aprendizaje proporcionando bienestar mutuo, o por el contrario, provocar daños en la otra persona, en nosotros mismos o en la relación.


         Dicho lo cual, empecemos a aceptar que somos totalmente responsables del modo en que escribimos nuestra historia, de lo que queremos dejar tras este “paseo” por el planeta y de cómo afectará a las vidas que nos vamos encontrando por el camino. ¿Ves ahora la diferencia?


jueves, 29 de diciembre de 2011

Un Valioso Legado


Hola de nuevo, hoy me apetece compartir con vosotros/as una reflexión muy personal. Espero que os guste y os ayude a valorar lo realmente importante en esta época de crisis económica y personal: 
"Fuera está lloviendo y hace bastante frío, nada fuera de lo habitual en estos días. Se acercan fechas muy señaladas - entrañables para unos, de descanso para otros, comerciales para algunos- pero en definitiva,  diferentes y únicas en el año.
En mi caso, ésta época me trae recuerdos agradables de la infancia junto a mis hermanos y mis padres… Visitas a casa de los abuelos para celebrar la Nochebuena o felicitar el Año Nuevo. ¿Y el día de Reyes? ¡Qué trasiego de nietos recogiendo los regalos! ¡Qué felicidad se reflejaba en sus rostros arrugados por el paso de los años y de la vida, cada vez que rasgábamos el papel que envolvía esos juguetes!
Ahora que soy una nieta más mayor y que mis padres cogen su relevo, me detengo a pensar bien sobre esos “otros regalos” que me dieron y aún hoy me siguen dando mis abuelos. Quiero darles las gracias de una forma especial, que sepan que también guardo un pedacito de ellos y que cada día trato de “poner en juego” esos regalos: Sus valores. Sí, sus valores. Estos son para mí una brújula imprescindible para no perder el rumbo,  impregnan toda mi vida y no se me ocurre mejor tesoro que dejar a mis hijos.
De la abuela Isabel,  admiro su fe y su entrega. Fe en que si deseas algo con mucha fuerza puede hacerse realidad si pones de tu parte. Entrega, porque sus cuidados y compañía eran incondicionales. Recuerdo aquellos días de frío y lluvia en que nos acompañaba al cole, a su casa o a dónde hiciera falta… ¡Cómo se preocupaba por saber cuando teníamos un examen y rezaba para que todo nos fuese bien!
Al abuelo Manuel, le conocí poco tiempo, pero aún así recuerdo comentarios sobre su imaginación para relatar cuentos infantiles y su tesón por reparar las averías de extraños artilugios.
De la abuela María adoro su fuerza y coraje. Su fuerza vital siempre la comparo con la con un caballo salvaje que corre por amplias llanuras: libre, intrépida, indomable, majestuosa. Su coraje, por él es capaz de vivir superando las pruebas más difíciles a las que puede enfrentarse una madre. ¡Cuánto necesito a veces de esa fortaleza e impulso!
Y el abuelo Cristóbal… todo un personaje. Perseverante, trabajador y lleno de ilusión por vivir. Miles de veces nos ha contado cómo consiguió - a fuerza de insistir- enamorar María, la guapa granadina que caminaba por Gran Vía cuando se cruzó en su vida un “boquerón” malagueño vestido de militar. Si con más de ochenta años y muchos desafíos del destino a sus espaldas, aún mantiene intacta su ilusión por descubrir qué le ofrece el día siguiente recibiéndolo con una sonrisa, yo no puedo ser menos.
Creo que estos son buenos pilares sobre los que construir una vida y por ello aprovecho este pensamiento volcado en un papel para darles las gracias por compartirlos con sus hijos y hacérmelos llegar. En cada momento dónde siento que ya no puedo más, que las cosas pierden sentido o que se hace complicada la lucha, aparecen unos sentimientos renovados como estrellas guías que brillan  en el horizonte oscuro. Sé que son fruto de los recuerdos que me traen aquellas historias y vivencias narradas dónde ellos y ellas tuvieron que emplear a fondo sus distintas esencias.
Anclar en buen terreno nuestras raíces es fundamental si queremos que el árbol crezca fuerte, resista al viento, las heladas, los golpes de las riadas y aprenda a lidiar con los parásitos que intentan invadirlo para llevarse su vitalidad. Por ello, generación tras generación debemos transmitir lo mejor de cada casa. Las verdaderas riquezas son las que nacen del alma, nunca se agotan y se pueden mejorar con cada nueva existencia.
Valioso legado, no puedo llamarlo de otra forma. Esta es mi gran fortuna… a pesar de la crisis, la lluvia y el frío que hace fuera."

Con mis mejores deseos ¡Feliz 2012!