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miércoles, 23 de enero de 2019

Desempleo y Emociones


Hace ya bastante tiempo que quería escribir un post acerca de este curioso “tándem”. En primer lugar, porque como psicóloga y coach, el mundo emocional de las personas me despierta gran interés. Por otra parte, porque he vivido mi propia experiencia, me he encontrado con numerosos los casos, he mantenido conversaciones con amigos y clientes en las que el desempleo era el tema principal y he observado cómo las emociones que lo acompañaban generaban un importante impacto negativo en sus vidas tanto a nivel psicológico como físico que les impedía avanzar.


A parte de que carecer de ingresos nos afecta económica y socialmente, creer que las circunstancias superan la propia capacidad de respuesta, que se escapan de nuestro control o que los recursos personales que poseemos son insuficientes para hacer frente al reto de abordar una nueva (o primera) aventura laboral, provoca que las expectativas de autoeficacia, de sentirnos competentes y válidos, incluso el nivel de autoestima, se reduzcan de forma drástica. Para colmo, empezamos a desestimar nuestras fortalezas y apoyos, aumentando así la impresión de que nos enfrentamos a “una contrarreloj en puerto de montaña”. Y es que la travesía del desempleo a veces se nos torna una dura triatlón en la que se hace necesario fortalecer nuestra parte emocional, porque no solo deberemos (re)dirigirnos hacia una nueva meta, sino que será imprescindible volver a calzarnos nuestras “zapatillas” curriculares, entrenarnos para competir en diferentes procesos selectivos o apostar por emprender un negocio “nadando” en un mar de dudas. Al mismo tiempo, también tendremos que vencernos a nosotros mismos. Vencer el desaliento, la pereza, la falta de confianza, el cansancio, la soledad, la desorientación… Y nuestros límites. Aparecerán la ira, el miedo y la tristeza. ¿Cómo podemos prepararnos para gestionar todo esto?

Es más que probable que en casa no aprendiésemos la forma adecuada de lidiar con nuestro mundo emocional, tal vez porque nuestros padres se encontrasen igual de perdidos. Por su parte, el sistema educativo, en cualquiera de sus niveles, tampoco se ocupó de instruirnos en esta competencia para la vida que es la Inteligencia Emocional. Por lo tanto, es evidente que tocará comenzar a trabajarla cuanto antes, y darnos cuenta de ello es el primer paso. Una vez que somos conscientes de la necesidad de nombrar, entender y mejorar nuestras respuestas emocionales ante la circunstancias podremos elegir qué hacer con aquello que sentimos y ponerlo a trabajar a nuestro favor. Pese a que tendemos a calificar dichas emociones como negativas, ello no deja de ser una interpretación subjetiva acerca de cómo las experimentamos (nos agradan o nos desagradan), significado que no se corresponde con su principal cometido que es el de informarnos. En ocasiones tratamos de ocultarlas, negarlas o camuflarlas pero —de hecho— seguirán acompañándonos, llegando incluso a transformarse en un estado de ánimo. Si permitimos eso, entonces teñirán con su matiz todo lo que pensemos, digamos y hagamos, de modo que lo más inteligente es prestar atención a su mensaje y tomar medidas. Si no sabes, busca ayuda.

Si la situación de desempleo te causa enfado, miedo y/o tristeza es preciso reflexionar sobre varios aspectos: qué está provocando esa emoción y qué información transmite, cuál es la acción o acciones que estas dispuesto/a a realizar para responder de forma apropiada de cara a lograr el objetivo marcado y cual será finalmente tu decisión al respecto. ¡Ojo, que no decidir también es una decisión!

Y tú, ante el desempleo, ¿empleas bien tus emociones?




miércoles, 23 de mayo de 2018

Equilibrio


Día y noche. Sueño y vigilia. Orden y caos. Sonido y silencio. Arriba y abajo. Razón y emoción. Sístole y diástole… El equilibrio necesita de la existencia de dos puntos contrapuestos que compensen mutuamente sus fuerzas. De lo contrario, uno de ellos vencería en la balanza y dicho equilibrio dejaría de existir. Dado que la vida es por definición cambio constante, sería un sinsentido considerar su equilibrio como algo inmóvil por lo que es necesario referirnos a un equilibrio dinámico. El problema es que muchas veces nos empeñamos en que el estado de equilibrio vital signifique inmutabilidad y ello conlleva que, a veces, no nos permitamos experimentar de forma saludable las emociones que nos despierta una determinada situación y tratemos de enmascararla, ocultarla o darle salida de una forma inadecuada y perjudicial para la salud física y/o mental. Todo ello porque entendemos que si dejamos que la emoción aflore perderemos, de alguna manera, nuestro ansiado equilibrio.

Equivocadamente tendemos a creer que una persona equilibrada es aquella que no se perturba por nada; la que ante cualquier acontecimiento por inesperado, amenazante o penoso que sea, permanece estática, inalterable. Nada más lejos de la realidad, en ese caso las emociones no estarían cumpliendo correctamente su función que no es otra que informarnos y proporcionar la energía para movilizarnos a favor de la preservación de nuestra existencia. Por lo tanto, más que de inmutabilidad, inmovilidad o parsimonia debemos entender que una persona equilibrada es aquella que aprende a desarrollar, cada vez con mayor velocidad e inteligencia, su capacidad de observación, de conocimiento sobre ella misma y de mantenimiento de una distancia adecuada con las circunstancias que la rodean con el objetivo de poder otorgarse el tiempo necesario para interpretar las emociones que se van generando y de extraer la información útil que éstas le transmiten. Así, sin duda, los cauces de acción que se tomen a continuación serán mucho más acertados ya que no se limitarán a una simple reacción, sino que contendrán el matiz preciso que supone evaluar posibles respuestas y elegir la más idónea valorando sus posibles consecuencias; tanto para uno mismo como para otros o para la relación entre ambos.

Desarrollar esta “musculatura” emocional no consiste en mantenernos impasibles frente a los sucesos sino que persigue otorgarnos la flexibilidad necesaria para recuperar cuanto antes el estado de bienestar psicológico y físico que nos proporciona la paz interior, la experiencia de sentir el equilibrio. Es por ello que este “entrenamiento” requiere —para mejorar nuestros recursos personales— que nos enfrentemos a la incomodidad que nos puede llegar a generar determinadas circunstancias desde una posición de aprendizaje. Será esa sensación de “no estar a gusto” el principal estímulo o señal que deberemos aprender a percibir de forma rápida para comenzar a evaluar, seleccionar la información más valiosa y tomar las medidas oportunas que nos proporcionen un nuevo “reajuste” que únicamente se mantendrá —como la vida que avanza— hasta que se produzca el siguiente cambio. Constante.

Y tú, ¿cómo entrenas el arte de equilibrarte?


jueves, 12 de octubre de 2017

Locos por el trabajo

El trabajo más productivo es el que sale de las manos de una persona contenta”. Esta fue una de las citas célebres que nos dejó Victor Pauchet, reconocido cirujano francés cuya maestría y excelencia proporcionaron importantes innovaciones en el campo de la cirugía del siglo XX. Tratándose de un hombre de ciencia y un profesional cuyas manos son claves como herramienta de precisión, me llama poderosamente la atención que relacione la productividad en el trabajo con el estado de ánimo.
Creo interesante exponer este tema ya que —aunque parezca increíble— en pleno siglo XXI, aún quedan gerentes, empleadores, empresarios, mandos intermedios y encargados de equipos, que parecen no tener en cuenta la sabia reflexión con la que comienzo el post. En lugar de ello, de construir relaciones que favorezcan ambientes dónde las personas puedan aportar con ilusión y compromiso lo mejor de sí mismas en su puesto de trabajo; utilizan el miedo, la amenaza, la sanción, la coacción, el control disfrazado de supervisión junto con una buena porción de nefasta comunicación; que no hacen sino sembrar desánimo, angustia y temor que acabarán degenerando en más y mayores errores acompañados de una caída en la productividad. Últimamente he leído algunos artículos que hablan sobre el hecho de que las empresas no tienen por qué hacer felices a sus trabajadores, y estoy de acuerdo en que no debemos dejar nuestra capacidad para ser felices en manos ajenas. Lo que no comparto es que se utilice esta premisa como escudo tras el que parapetarse y mantener hábitos gerenciales anticuados, desalentadores y contraproducentes, tanto para la salud mental de los empleados, como para la cuenta de resultados de la organización. Tal vez con modificar “eso” que contribuye a desmotivar sería suficiente… ¿A quién le apetece involucrarse y dedicarse no solo en cuerpo (presencia) sino también en alma (amor) a un proyecto, si siente miedo y aversión al solo hecho de pensar que tiene que reunir todas sus energías para superar la jornada de trabajo? Dediquemos unos minutos a pensar en ello.
Para desempeñar funciones de responsabilidad sobre personas, no basta con el conocimiento técnico. Es imprescindible entrenar las competencias personales: comunicación, empatía, resolución de conflictos, trabajo en equipo. En definitiva, desarrollar la inteligencia emocional y aplicarla también en el ámbito laboral. Porque es cada vez más la gente con gran talento la que me plantea que estarían dispuestos a cambiar su trabajo, a asumir el riesgo de montar un negocio o, incluso, que aunque el hecho de estar en desempleo es una situación económica no deseada para la mayoría, en ocasiones, la cambiarían por el sufrimiento y desgaste emocional que llegan a experimentar en sus puestos. La pregunta que se hacen es: ¿Compensa? Está claro que trabajamos y a cambio recibimos un pago por nuestros servicios, pero ejercer nuestra labor con excelencia, desde el compromiso, necesita de una cultura y ambiente sanos para que pueda florecer.

Mi pregunta, sobre todo para aquellos que tengan personas bajo su mando, y volviendo al protagonista del post de hoy, Victor Pauchet, es: Teniendo en cuenta lo leído hasta aquí, ¿cómo te gustaría que fuese el director de tu cirujano?




miércoles, 28 de junio de 2017

Decidir con el corazón.

Tomar el camino correcto, a veces, no es una tarea fácil. Debemos buscar información suficiente; considerar los pros y los contras; los beneficios y perjuicios para nosotros o para terceros valorando las consecuencias y el precio a pagar. Y toda decisión tiene su coste… Si vas a posponerla, ¡cuidado con los intereses de demora, que toda financiación tiene su recargo!
Al tener que barajar tal cantidad de datos, tendemos a dar la completa potestad a nuestro intelecto. ¡Quién mejor que nuestra parte racional, objetiva, calculadora, aséptica, inteligente…, para llevar a cabo tan ardua tarea! Evidentemente, después de tomarnos nuestro tiempo llegamos a una conclusión que estimamos viable y planificamos una acción. Hasta aquí todo bien, la evolución nos ha dotado de un sistema moderno de procesamiento de la información que nos perfecciona como especie. Sin embargo, se nos olvida un detalle importante: Nuestro cerebro emocional también participa. Estaba allí antes y ha contribuido a nuestra supervivencia. Por algo será…
Para ser eficaces a la hora de hallar la decisión más adecuada sobre un asunto importante que nos atañe, es imprescindible que primero seamos conscientes de si elegimos u optamos. Cuando optamos, descartamos alternativas que no deseamos y nos quedamos con la que nos genera un malestar menor. Por el contrario, en el momento que elegimos ejerciendo nuestra responsabilidad, ponemos el énfasis en la ruta que nos conduce hacia dónde nosotros queremos ir. La clave para determinar si elegimos u optamos podemos encontrarla en una pregunta sencilla y compleja a la vez: ¿Estoy jugando para ganar o para no perder? La actitud con la que afrontemos esta dicotomía, nos llevará a incluir en nuestra ecuación emociones muy diferentes: la alegría de un posible triunfo o el miedo a un potencial fracaso.
Si prestas atención, en cualquiera de los dos casos, no nos centramos únicamente en los datos y la información objetiva que tenemos a nuestra disposición y que maneja la lógica. Estamos imaginándonos cómo nos sentiremos tras dar o no un paso concreto. ¡Y vaya si nos lo imaginamos! De hecho, ¿quién no ha sentido un nudo en la garganta o en el pecho al sopesar diferentes rumbos de acción? ¿Y un “revoloteo” de ilusión en nuestro estómago? Esto también es inteligencia. Inteligencia Emocional.
Es posible que nuestras decisiones en ciertas circunstancias sean juzgadas por otros como irracionales, fuera de toda lógica o menospreciadas por mostrar cierto tinte emotivo. En estos casos, no puedo resistirme a citar al físico, matemático y también filósofo y escritor Blaise Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Yo lo pienso de corazón ¿Y tú?