miércoles, 31 de mayo de 2017

Cuando el defecto es la perfección.

Imagino que estarás de acuerdo conmigo cuando digo que los seguidores de la doctrina de “lo perfecto” son perfeccionistas, es decir, aquellos que siguen la tendencia a mejorar incansablemente un trabajo. ¡Pero,… qué ironía más perfecta!
Puede ser una suerte contar con personas que ponen todas sus energías  en hacer las cosas muy bien —traducido por— hacerlas perfectas. Y la pregunta aquí no es hasta dónde, ya que el criterio será igual de arbitrario que la propia persona que establece ese punto perfecto; la pregunta debería ser ¿hasta cuándo? En este preciso instante es dónde entramos en modo ironía: el perfeccionista queda enganchado a su estándar por tiempo indefinido, de modo que jamás su labor alcanzará el carácter de perfecto, esto es, se mostrará incapaz de dar el paso  para considerarlo terminado. Concluido. Vuelvo a cuestionar; si nunca estará acabado, ¿para qué tanto esfuerzo?
Cuando acometemos una  tarea importante nuestro deseo es que el resultado último sea satisfactorio, que nos sintamos orgullosos del trabajo realizado y, a ser posible, que al finalizarlo, nos lo reconozcan en su justa medida (la que a nosotros nos parece justa, claro). Si nos quedamos ahí, evidentemente puede parecernos que, a veces, ese reconocimiento no se ajusta a todo el esfuerzo realizado, dejándonos un amargo sabor de boca y de espíritu. Por ello, nos paramos a pensar que aunque sea un gran trabajo, aún no está listo para el veredicto final… y continuamos nuestro camino hacia “la Ciudad Esmeralda" de la perfección. Sin darnos cuenta, estamos jugando un juego peligroso. Porque tras la persecución de esa inalcanzable perfección autocreada evitamos decidir cuándo considerarlo concluido ya que deberemos enfrentarnos al miedo, sin percatarnos de que esto es un importante defecto o falta de acción. ¡Vaya! Defectos. Justo lo que no estamos dispuestos a permitir…
Es necesario ver que tras esa indecisión se esconde una emoción: El miedo al fracaso, al rechazo o al error. Esa es la razón. Simple. Tememos que “nuestra obra”, con la que acabamos identificándonos, tenga algún fallo o tara, que extrapolaremos directamente a nosotros mismos, convirtiéndonos de ese modo en alguien imperfecto. ¡Qué terrible!, ¿verdad? Darnos cuenta que aún nos quedan cosas por aprender, que nuestro criterio no puede contemplar todos los puntos de vista, que estamos marcando nuestra valía en función de las opiniones que encontramos en el exterior y que nuestra autoestima crece mejor cuando corregimos desviaciones que cuando queremos controlar todas las variables. Irónicamente un insoportable hallazgo, sin duda. Por tal motivo, y aunque basándonos en la lógica podamos entenderlo, olvidamos el argumento y recaemos una y otra vez en bucle.
Y concluyo, dando por perfecto (terminado aunque mejorable) este post preguntando: ¿Qué ocurriría si nos atreviésemos a convertirnos en auténticos exploradores del error para descubrir cómo podemos lograr la excelencia de forma constructiva y rápida?
Propongo, para aquellos que nos vimos reflejados, que pasemos de la tiranía de lo perfecto en la idea a la libertad de lo mejorable en la acción. ¿Te atreves a hacerlo? Ponte a prueba y aprenderás seguro.


miércoles, 24 de mayo de 2017

Gana quien sabe perder

A todos nos gusta ganar, pero unas veces se gana y otras se pierde”. O eso es lo que la gente nos dice (o nos decimos) cuando perdemos, tratando de darnos consuelo y conformarnos, en el momento que —según los datos objetivos— no conseguimos el resultado que ansiamos. Cómo si lo único válido fuese obtener ese resultado. Por ello, en función de si lo logramos o no, nos identificamos con un ganador o un perdedor… Y lo más curioso, es que así nos sentimos. Pero, ¿en realidad perdemos?
Hace algunas semanas, se jugó un campeonato infantil de fútbol en nuestro pueblo. Nada profesional, simplemente una forma para que los pequeños disfrutasen sus vacaciones haciendo vida sana al aire libre y aprendiendo sobre los valores del deporte; y hablo de verdaderos valores como el compañerismo, la diversión, el juego limpio, la honestidad, el trabajo en equipo, la ayuda mutua y el respeto al rival, en fin, aquellos que desafortunadamente cada vez se ven menos en los partidos de cualquier categoría. Léase también en los aficionados, hinchas, papás y mamás de los jugadores.
Cómo en cualquier otro campeonato, los chicos formaron sus equipos, se celebraron los primeros encuentros y se ordenaron en las correspondientes rondas clasificatorias de cara a una final atendiendo a los goles marcados en cada partido. Pero esta era una competición un tanto especial y pudimos descubrirlo los papás y mamás, y por supuesto, los propios niños al finalizar el torneo.
Debo reconocer que mi hijo no es especialmente futbolero, pero la idea de jugar con sus amigos era mucho más poderosa que el futbol en sí.  De modo, que tras pedirme con gran insistencia y entusiasmo (y en el último momento)  que le inscribiera, así lo hicimos. Tras los dos primeros partidos de infarto, con una victoria y un empate, su equipo quedó clasificado para la gran final que se disputaría en el pabellón dónde, al finalizar, se entregarían las medallas a los ganadores y un detalle para todos los participantes. El día de la final, todo eran nervios: de los niños, de los padres y madres que asistíamos, del entrenador “improvisado” que no llegaba… Ya les habíamos prevenido a nuestros pequeños jugadores que, simplemente por llegar allí, ya habían ganado. Tan sólo debían seguir haciéndolo como hasta entonces y divertirse porque ese era su premio. Por su parte, el otro equipo se propuso firmemente lograr la victoria a cualquier precio y, llegado el momento, comenzaron a cometer faltas, e incluso, imitando a sus jugadores favoritos, mandaron callar a la grada cuando lograron sacar un gol de ventaja. Y final del partido.
Mientras los papás y mamás bajábamos al campo para felicitarles por su actuación, los niños saludaban a sus rivales que, aún muy agitados por su triunfo, les recordaban que habían ganado el encuentro. En cualquier caso, nuestro pequeños protagonistas posaron sonrientes (excepto alguna lágrima que apareció sin avisar) para la foto de equipo junto con su entrenador y su “maternal” afición.
Tras reponer fuerzas y comentar las jugadas entre risas en un parque cercano, llegó la hora de los trofeos. Sentados en las gradas del pabellón, escuchamos atentamente las menciones esperando que nos llamasen para recoger nuestra mochila de participantes… Entonces llegó la sorpresa: ¡Éramos los campeones de nuestra categoría! Cierto que ya nos sentíamos ganadores porque lo habíamos pasado en grande… aunque, sin duda, aquello fue una inesperada consideración. Como avancé antes, este era un campeonato diferente. Se premiaba el juego limpio, los valores del deporte y la actitud, así que, lo que en principio y objetivamente podía haber sido una pérdida por no lograr superar a nuestro rival por un punto (un resultado), se convirtió en una ganancia en superación propia vivida, disfrutada y aceptada (una experiencia)… que luego, curiosamente, fue externamente reconocida. Creo que este es un ejemplo claro para la vida, en la que los que se sienten ganadores, en realidad, son los que saben perder entendiendo que forma parte del juego. Los que aceptan que superar a otro no es el único buen resultado; los que saben que no todo vale; los que a pesar de no tenerlo todo a favor, deciden retarse. Aquí ganar no es conseguir una medalla o una copa o más dinero sino atreverse a vivir la experiencia con la actitud adecuada. De esta forma, tus resultados nunca serán los que determinen ni tu éxito ni tu fracaso ni siquiera tu potencial, simplemente, formarán parte de un útil aprendizaje para seguir mejorando. ¿Sigues pensando que alguna vez perdemos?



viernes, 12 de mayo de 2017

Huellas o cicatrices

Ayer por la tarde en una agradable conversación entre compañeros, surgió la cuestión acerca de cuál era la diferencia entre las huellas y las cicatrices que a veces resultan de nuestras relaciones con los demás. Y fue la chispa que necesitaba para comenzar este post y tratar de explicarla. Así que, ¡ahí vamos!

Cuando hablamos del plano físico, podemos decir que tenemos una cicatriz al observar aquella marca más o menos profunda en nuestro cuerpo que quedó tras curarse una herida producida al romperse nuestra barrera natural y, que a veces, al mirarla, tocarla o al “avisarnos” de un cambio de tiempo, el dolor nos trae a la memoria y sin darnos cuenta, la historia que la creó hace mucho tiempo. Para reducir estos efectos, contamos con diversos remedios o ungüentos que tratan de reducir aunque no eliminar las secuelas si actuamos con rapidez y constancia. Por su parte, los avances médico-quirúrgicos apuestan cada vez con mayor frecuencia, por técnicas menos invasivas, ya que se ha comprobado que los pacientes a los que se les realiza una incisión pequeña, se recuperan más rápido y tienen escasas complicaciones procurando, además, minimizar el impacto visual de la lesión.

Sin embargo, las huellas en nuestra piel, son muy diferentes. Son fugaces, sutiles, momentáneas, normalmente producidas por cierta presión externa que nos informa de que estamos en contacto con algo diferente a nosotros y que nos imprime su forma sin llegar a traspasar la piel, desapareciendo al momento por sí sola y sin dejar rastro de que alguna vez estuvo allí. A no ser, que fuese tan excepcional, tan fuera de lo común, que queramos conservar la experiencia.

Pero, cuando entramos en el plano emocional, ¿en qué se diferencian? Trasladando la analogía, será la capacidad de un determinado comportamiento de generar oscuridad y cerrazón (dolor) o luz  y apertura (aprendizaje) lo que hará distinta una cicatriz de una huella. Es en el encuentro con los demás dónde crecemos y nos desarrollamos como seres humanos. Pero, si en ese intercambio, no cuidamos lo que hacemos y cómo lo hacemos la cosa se complica. Ya que una misma situación en la que actuemos, puede servir a otros como ejemplo de aprendizaje proporcionando bienestar mutuo, o por el contrario, provocar daños en la otra persona, en nosotros mismos o en la relación.


         Dicho lo cual, empecemos a aceptar que somos totalmente responsables del modo en que escribimos nuestra historia, de lo que queremos dejar tras este “paseo” por el planeta y de cómo afectará a las vidas que nos vamos encontrando por el camino. ¿Ves ahora la diferencia?