Debo
admitir que me apasiona observar esos majestuosos y sólidos castillos
medievales repartidos por toda nuestra geografía. Sí, aquellos que parecen
sacados de alguna leyenda, con sus murallas, sus almenas, sus fosos, sus
torreones. Construidos hace siglos con materiales tan poco sofisticados y tan
frágiles, aparentemente, como el barro o el adobe. Y, sin embargo, han sido
poderosos fortines capaces de soportar el paso del tiempo y sus inclemencias,
el ataque de feroces enemigos o la dejadez de sus habitantes. Aunque, para ser
justos, reconozco también que, a veces, parte de estas fortalezas se derrumban.
Tal vez por todo ello, me recuerden a los seres humanos.
Estoy convencida
de que te habrás encontrado con gente parecida, en cierto modo, a estos
castillos de los que hablo; o quizás tú mismo/a te descubras en esta
comparativa. Me estoy refiriendo a personas que normalmente se muestran fuertes,
seguras, muy decididas y capaces; pero reacias a admitir su vulnerabilidad y necesidad de ayuda en determinados momentos de sus vidas. Es cierto
que en ocasiones puede no resultar fácil admitir las propias fallas, áreas de
mejora o fisuras, pero eso no quita que constantemente aparezcan y ocurra que,
bien por “ceguera” o bien por
miedo a ser conscientes de nuestras carencias, nivel de destreza y
determinación en diferentes ámbitos y situaciones, evitemos pedir ayuda cuando
sea necesario. Tal comportamiento, además de incidir negativamente en un
adecuado desempeño, puede perjudicar la salud psicológica, emocional o social,
provocando que alguna de las “murallas” que nos protegen, finalmente cedan y caigan. La
razón que se esconde tras esta resistencia es que confundimos ser débiles con ser vulnerables, y hay una gran
diferencia: La debilidad se define como una falta de fortaleza o voluntad; en cambio, la vulnerabilidad es la aceptación de que no somos invencibles pero
que contamos con recursos internos y
externos para hacer frente a los acontecimientos. O aprendemos a
desarrollarlos. Quizás… con ayuda.
Por lo
tanto, si queremos mantener en pie la “estructura”, y no solo eso, sino seguir
añadiendo nuevas estancias que nos conviertan en un firme “alcázar” deberemos
fijar unos buenos cimientos en forma de valores,
aplicar un mantenimiento y revisión periódica a través del autoconocimiento constante y —cómo no— aprender a detectar cuando
es preciso contar con alguien más para reparar “ciertas grietas”, actuando en consecuencia.
Es
importante señalar que, a veces, la
ayuda simplemente puede ser recibir unas palabras de ánimo, de aliento… Un abrazo, una conversación
o un gesto amable que nos sostenga. “Dadme
un punto de apoyo y moveré el mundo” decía el matemático y físico griego, Arquímedes
de Siracusa.
Busca
un punto de apoyo y moverás tu mundo. ¿Has pensado ya quién puede ser el tuyo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario