¿Quién
no ha buscado el “Ojo por ojo” afirmando
que “Donde las dan las toman”
mientras pensaba que “Quien a hierro mata
a hierro muere” porque “El que la
hace la paga”? Lástima que nuestra sabiduría popular tenga menos en cuenta
que “La venganza nunca es buena, mata el
alma y la envenena”. Y veneno es lo que deja en nuestro ser su mordedura,
convirtiéndonos en esclavos de sus
efectos.
Con
seguridad, en algún momento nos hemos sentido heridos por alguien, quién con
sus palabras, con sus hechos, con su falta de acción o atención —intencionada o
inconscientemente— provocó en nosotros un dolor emocional. La intensidad del
mismo corrió a cargo, por una parte, de la interpretación que hicimos del comportamiento
y, de otra, de lo importante que era para nosotros esa persona. Si pensamos que
la actuación fue malintencionada o ésta fue realizada por alguien apreciado,
probablemente desató, en mayor grado, emociones como la tristeza al sentimos defraudados o el enfado al consideramos ofendidos. Tal vez, ambas. En cualquiera de
los casos, aunque estas emociones aportan información relevante que necesitamos
examinar para aprender, no debemos olvidar que es la respuesta que demos la que
puede convertirnos en prisioneros del
resentimiento… ¿Te suena lo del “lado oscuro de la fuerza”?
Afortunadamente,
existe la llave para salir de esa cárcel: el perdón. Sin connotaciones religiosas ni morales, sino psicológicas;
el perdón como capacidad para liberarnos a nosotros mismos del sufrimiento que
provoca el mantener abierta una herida emocional y desear la reparación del
daño con el dolor de quién lo causó. El camino para alcanzar esta llave es
laborioso y pasa por ajustar nuestra
expectativa a la imagen real el ofensor (incluyendo en ella su historia
personal, valores y aprendizajes), y aceptar
que toda persona posee a la vez
fortalezas y debilidades que se reflejan en actos. Estas fases están
dirigidas a lograr que una determinada acción
pasada no despierte inquietud ni malestar en nuestra vida presente. De cada
cual dependerá, una vez conseguido este estado, la decisión de mantener la
relación (si esta existía) con quien le causó perjuicio.
En
otras palabras, la elección del perdón es un ejercicio de libertad dirigido
hacia uno mismo. Se trata por tanto de darnos
la oportunidad de romper las cadenas que —de forma inconsciente— hemos
creado y que nos mantienen unidos, precisamente, a la persona que nos lastimó. Es
importante conseguir que el pensamiento deje de girar en torno al padecimiento
sufrido tratando de imaginar formas de compensar el agravio… De lo contrario, seguiremos
atrapados alimentando el odio hasta que termine por devorarnos.
Dejar
de ser un “prisionero envenenado”
requiere coraje y valentía, pero sobre todo, aprender a perdonar para saborear
libremente la vida dejando que el resentimiento se escape.
Ahora,
decides tú… ¿Te atreves a dejarle ir?
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