Observar
la naturaleza siempre nos regala valiosos aprendizajes, pero claro, casi nunca
tenemos tiempo para detenernos a admirar los “milagros” que suceden a nuestro
alrededor. Otras veces no es cuestión de tiempo, es cuestión de prestar
atención, de ser curiosos y de hacerse preguntas. Nuevas preguntas que busquen
la luz del conocimiento como el pincel de Van
Gogh experimentando con el color de sus girasoles. Cuestiones que
despierten la curiosidad por adentrarnos en la propia naturaleza humana.
Tal
vez el genio neerlandés hizo un gran descubrimiento, y no me refiero solamente
al misterioso pigmento compuesto de cromato de plomo cuyo color variaba por
descomposición del amarillo vivo a un tono pardo verdoso, sino a la forma en
que podía expresar en su lienzo el paso del tiempo y las emociones compartidas.
¿Y si en realidad sus cuadros de girasoles representasen el verdadero
“autorretrato psicológico” del artista? Creo que todos alguna vez nos hemos
planteado, si fuese un animal sería…, si fuese un color sería…, y si fuese una
flor o un instrumento sería… Si aún no lo has hecho, prueba a imaginarlo y
después pregúntate a qué se debe esa elección. ¿Casualidad? O quizás dicha
elección responde a alguna característica concreta que creemos que tenemos en
común con el objeto elegido. ¿Te animas a averiguarlo?
Pero
curiosamente el pintor no dibujó un único girasol; siempre creó girasoles “en
compañía”, diferentes pero iguales. Y juntos. Tal vez no trataba solo de
plasmar con una ilustrativa metáfora su propia imagen, sino su necesidad de
compañía para vencer el sentimiento de soledad; o su anhelo de construir al
lado de otros “una gran obra”, utilizando para ello lo que veía y le inspiraba
en los campos de la ciudad francesa de Arlés… Y por qué no, lo que despertaban
en él aquellas “pupilas fijas” de iris dorado que, a su vez, también le
observaban desde sus lienzos. Es posible que se percatase de cómo estas luminosas
flores silvestres se comportaban en su medio natural, dónde no solo seguían al
Sol en su trayectoria, además convivían en perfecta armonía a pesar de rivalizar
por un recurso común. Qué difícil aplicar esto a nuestro mundo humano, ¿verdad?
¿O no? Competimos por tener más que otros; en lugar de trabajar por aquello que
realmente precisamos. Competimos por llegar a la cima; aunque escalemos sobre
“cabezas”. Competimos por llevar la “voz cantante” sin aprender a escuchar la “música”
que los demás están tocando… Sin calibrar a veces ni lo que nos jugamos ni para
qué; competimos. ¿Y qué me dices de la devoción por la belleza de la juventud?
El autor no olvidó las posibilidades ocultas del girasol pardo. Porque donde
algunos sólo ven el impacto del tiempo, la pérdida del color y el brillo exterior
que antaño les infundía gran hermosura, otros perciben la transformación; la
necesaria madurez que ofrece un rico fruto capaz de hacer perdurar su
inigualable esencia.
Ser
como los girasoles nos enseña a mirar a los ojos con la intención de descubrir otros
“soles ocultos” tras los nubarrones. Sirve para comprender que si buscamos sabiduría
no importa quién se coloque delante; seremos hábiles para esquivar la sombra y compartir
para multiplicar nuestra riqueza interior. Y nos permite continuar hacia
nuestras metas más allá de nosotros mismos “avistando el Este”, dispuestos a adivinar ilusionantes
y cálidas madrugadas que coloreen el momento oportuno de brindar un “nutritivo”
legado.
Y tú,
¿cómo eres?
Qué interesante reflexión y qué bonita me ha parecido la comparación
ResponderEliminarTe agradezco mucho el comentario Sonia M.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo